¿Recuerdan cuando Telefónica, allá por 2007, era un peso pesado de nuestro parqué y valía cerca de 110.000 millones de euros? Una empresa que tras su total privatización en 1997 llegó a multiplicar por 10 su valor en la década en la que todo lo que sonaba a telecos e internet subía como la espuma. Ahora, rozando los 22.000 millones de euros de valoración bursátil, se ha convertido en un actor secundario. Muy lejos queda ya de los 151.000 millones de euros que vale Inditex o los 83.000 de Iberdrola, empresas que en los últimos años sí han sabido hacer los deberes y multiplicar su valor para el accionista en lugar de reducirlo. E incluso se sitúa por detrás de actores españoles del sector de telecomunicaciones inexistentes hace unos años como Cellnex, que le han comido parte de la tostada y ya valen más que el “gigante” internacional. Si algún consuelo les quedaba a los accionistas de Telefónica es su alta rentabilidad por dividendo que ronda ahora el 8% anual.
Múltiples factores explican la decadencia de Telefónica. Una expansión internacional errática, como ejemplifica su apuesta por la filial Telefônica Brasil, cuyo valor ha caído considerablemente desde 2007, o la falta de olfato para posicionarse en negocios ganadores. Pero no creemos que nadie discuta el factor “público” como un lastre: en su día la acción de oro, o después la consideración de empresa estratégica que requiere del plácet del Gobierno para cualquier toma de control que supere el 10% del capital. Por no hablar de las dificultades financieras agravadas por los elevados costos de las licencias (3G y 4G), subastadas por el Estado y que aumentaron su deuda, o la tensión de gestionar una red de telecomunicaciones privada pero sujeta a regulaciones que fomentan la competencia – una bendición por cierto para el consumidor por la reducción de tarifas que trajo consigo -, pero que terminaron pagando los accionistas de la operadora en forma de una menor rentabilidad que en no pocos casos apenas cubría el coste de la deuda generada por esas inversiones.
Y con esta mochila a cuestas llega un sorpresivo cambio en la presidencia de Telefónica. Un sustituto nombrado a dedo por el Gobierno (la SEPI controla el 10% de la compañía) y que no es otro que el hasta ahora presidente de Indra, Marc Murtra, empresa también controlada por el Estado con un 28% del capital. Ahora bien, ¿para quién va a trabajar Murtra? ¿Maximizará el valor de la compañía para sus accionistas, como debería ser su principal objetivo? ¿Mantendrá el actual plan estratégico? ¿Seguirá la compañía con su política de dividendos? Desconocemos cuáles serán los nuevos derroteros del grupo, pero la intervención gubernamental en Telefónica nunca ha traído buenas noticias para sus accionistas. Y así parece que lo ha juzgado el mercado haciéndola caer en Bolsa. Qué fácil resulta promover códigos de buen gobierno corporativo y luego nombrar a dedo a los gestores y consejeros dejando de lado a los independientes.